domingo, 1 de noviembre de 2009

LA CAJA DE YESCA

Un soldado avanzaba por la carretera con paso marcial: ¡un, dos!, ¡un dos!. Llevaba una mochila a la espalda y un sable a un lado. Volvía de la guerra e iba de regreso camino de su casa.

Anda que andarás, se dio de narices con una vieja hechicera de horroroso aspecto; el labio inferior le colgaba hasta el pecho.
-¡Buenas tardes, soldado!-saludó-.¡Que sable tan hermoso y qué mochila tan repleta! ¡Eres todo un soldado! Si quieres, puedes tener tanto dinero como desees.

-Muchas gracias, vieja hechicera-respondió el soldado.
-¿Ves ese árbol corpulento?-indicó la bruja, señalando uno de cercano-. ¡Está vacío por dentro! Trepa hasta las ramas y verás un agujero. Por él bajarás al interior del árbol. Te ataré una cuerda a la cintura y te ayudaré a subir cuando me avises. -¿Y qué he de hacer debajo del árbol?-preguntó el soldado.

-Coger dinero-dijo la bruja-. Te advierto que en el interior del árbol hallarás una gran sala muy iluminada, pues cuelgan del techo más de cien lámparas. Verás tres puertas: podrás abrirlas, porque están las llaves en las cerraduras. Si abres la primera, verás en el centro un cofre de madera y acostado encima, un perro con unos ojos como tazas de café. No le tengas miedo.

Te daré mi delantal azul que tenderás en el suelo y entonces sin perder tiempo, coges el perro y lo pones en mi delantal, abre el arca y sacarás todo el dinero que quieras. Todo son monedas de cobre. Si prefieres plata, abre la segunda puerta. Encontrarás allí un perro con unos ojos como piedras de molino.

Pero no temas: ponlo en mi delantal y coge las monedas que prefieras. Mas, si deseas oro, puedes llevarte cuanto quieras entrando en la tercera estancia. Eso sí, hallarás un perro con ojos tan grandes como las torres de la catedral. Ese sí que es un señor perro, te lo digo yo; pero no tienes que temer. Lo pones en mi delantal y podrás coger del arcón todo el oro que quieras.

-No me parece mal-dijo el soldado-. ¿Pero qué quieres que haga yo, a cambio de eso? Pues no creo que lo hagas tan solo para que te quede agradecido.
-Pues sí-replicó la hechicera-. No te pediré ni un céntimo. Solamente deseo que me recojas una caja de yesca que mi abuela dejó olvidada la última vez que entró.

-De acuerdo; átame la cuerda a la cintura-dijo el soldado-.
-Ya está-dijo la bruja-, y aquí tienes mi delantal.
Subió el soldado al árbol, se deslizó por el agujero sujeto a la cuerda y se encontró en la gran sala que como le había dicho la bruja, alumbraban numerosas lámparas.

Y abrió la primera puerta. ¡Puf! Allí estaba el perro fijando en él unos ojos como tazas de café. –Eres un buen mozo-le dijo el soldado, mientras lo ponía en el delantal de la bruja y se llenaba los bolsillos de monedas de cobre. Después cerró el arca, volvió a dejar encima el perro y se fue a la segunda puerta. ¡Ah! Lo primero que vio fue el perro de ojos grandes como ruedas de molino.

-No me mires así-dijo el soldado-, que podrías quedarte bizco.-Y lo puso sobre el delantal de la bruja. Cuando vio la plata del arcón, tiró al suelo las monedas de cobre y llenó los bolsillos y la mochila de monedas de plata. Entonces se dirigió a la tercera puerta. ¡Que horrible! Realmente los ojos de aquel perro eran tan grandes como las torres de la catedral y rodaban en sus cuencas como castillos de fuegos artificiales.

-Muy buenas tardes-saludó el soldado, llevándose la diestra al sombrero, como saludan los militares, pues nunca había visto un perro que infundiera tanto respeto. Y después de mirarlo un segundo, como quien pide permiso, lo levantó, lo puso sobre el delantal y abrió el arca. ¡Santo Dios! ¡Cuando oro había! Bastaba con él para comprar toda una ciudad y todas las dulcerías del mundo. ¡Así era, había allí mucho dinero!.

El soldado tiró en seguida toda la plata de que se había cargado, para coger el oro. Se llenó los bolsillos, la mochila, el sombrero y hasta las botas, de manera que apenas podía andar. ¡Ahora sí que tenía dinero!
Volvió el perro a su lugar, cerró la puerta y gritó a la vieja que lo subiera.

-¡Tira de la cuerda, vieja bruja!
-¿Encontraste la caja de yesca?
-¡Atiza! Es cierto, la había olvidado-dijo el soldado, que volvió atrás y la cogió. La vieja hechicera lo sacó del árbol tirando de la cuerda, y pronto el soldado se vió de nuevo en la carretera, con los bolsillos, las botas, la mochila y el sombrero llenos de oro.

-¿Qué harás con la caja de yesca?-preguntó el soldado.
-A ti eso no te importa-replicó la bruja-.
Tú ya tienes el oro; dame ahora la caja.
-¡Cuernos!-replicó el soldado-. Dime en seguida qué vas a hacer con la caja o desenvaino el sable y te corto la cabeza.
-¡Pués no te lo diré!

Entonces el soldado le cortó la cabeza. Allí se quedó tendida. El soldado vació el oro en el delantal de la vieja, lo ató por las puntas, se lo echó a la espalda y, guardándose en el bolsillo la caja de yesca, se marchó a la ciudad.
Buscó el mejor mesón y pidió la mejor estancia y la mejor comida, que por algo era rico y tenía oro sobrante.

El criado que le lustró las botas opinó que eran muy malas para un señor tan rico., pues aún no había comprado otras. Al día siguiente adquirió botas charoladas y un rico vestido. Y he aquí al soldado convertido en un elegante caballero. La gente le contaba grandezas de la ciudad y le hablaba del Rey y de lo hermosa que era su hija la Princesa.

-¿Dónde se la puede ver?-preguntó el soldado.
-Es del todo imposible verla-le decían todos-. Vive en un castillo de bronce con muchas torres, rodeada de altas murallas. Nadie más que el Rey puede entrar y salir, porque le han profetizado que se casaría con un soldado raso y el Rey quiere impedirlo a toda costa.

“Me gustaría mucho verla”, pensaba el soldado, pero imposible obtener permiso para entrar en el castillo.
Se dio a la vida de disipación. Empezó a jugar, paseaba en coche por el parque real y fue pródigo con los pobres, en lo que demostró tener buen corazón, pues sabía por experiencia cuán triste es tener que vivir sin un céntimo en el bolsillo. Como era rico y vestía bien, pronto encontró muchos amigos que le decían que era un modelo de caballero, lo cual halagaba el amor propio del soldado. Pero como gastaba sin medida y no ganaba nada, llegó un día en que se le terminó el dinero. Viose obligado a dejar sus elegantes habitaciones por una buhardilla en una casa humilde, a limpiarse las botas y a remendárselas él mismo, y ningún amigo iba a verle, porque habían de subir demasiados escalones.

Llegó una noche en que no tuvo ni para comprarse una vela, y se hallaba a oscuras en su habitación cuando recordó que había un cabo de candela en la caja de yesca que recogiera de debajo del árbol con la ayuda de la bruja. Entonces sacó de la caja de yesca el cabo de candela y, apenas golpeó el pedernal con el eslabón, arrancando unas chispas, se abrió la puerta y se le presentó el perro de ojos como tazas de café, que había visto debajo del árbol, preguntando:

-¿Qué manda mi amo?
-¿Qué es esto? –dijo el soldado-. Esta caja de yesca no tiene precio si con ella puedo obtener cuanto deseo. Tráeme dinero- añadió, dirigiéndose al perro. Éste desapareció como un rayo; pero al momento volvió, llevando en la boca un talego repleto de monedas de cobre.

Así fue cómo descubrió el soldado el poder prodigioso de la caja de yesca. Si daba un golpe acudía el perro de la calderilla; si daba dos, el perro de la plata, y si daba tres golpes, surgía el que se echaba sobre el arca de oro. El soldado pudo volver a su vida regalada, ocupando magníficas habitaciones, vistiendo con elegancia y rodeándose de amigos que le halagaban.

Pero, un día se preguntó el soldado:

-¡Es extraño que nadie consiga ver a la Princesa! ¿Qué sacamos de que sea tan guapa como aseguran, si ha de estar siempre encerrada en un castillo de bronce con muchas torres?¿No hallaría yo manera de verla? ¡Veamos mi caja de yesca!

Sacó una chispa y al momento apareció el perro de ojos como tazas de café.

-Cierto que es de noche ya lo sé –dijo el soldado-; pero me gustaría mucho ver a la princesa aunque sólo sea por un instante.
De pronto el perro desapareció y, sin dar al soldado tiempo ni de pensar estuvo de vuelta con la Princesa que iba dormida en el lomo del animal. Era tal su hermosura, que nadie viéndola, podía dudar de que fuese una verdadera princesa. El soldado, sin poderlo remediar, que por algo era soldado, le dio un beso.

Y, entonces, el perro volvió a llevarse a la Princesa. Y al día siguiente, cuando el Rey y la Reina estaban tomando el té, les dijo la Princesa que aquella noche había tenida un extraño sueño, en el que aparecía un perro y un soldado. Había ido a caballo del perro y el soldado le había dado un beso.

- ¡Muy lindo!-dijo con ironía la Reina.
Pero aquella noche hubo de quedarse una dama de honor velando el sueño de la Princesa, para ver si era verdad que soñaba o pasaba algo.
El soldado, que se moría de ganas de ver otra vez a la Princesa, envió el perro en su busca, y el animal volvió con ella en un momento. Pero la dama de honor se puso los chanclos y se lanzó en su persecución.

Al ver que el perro desaparecía por un gran edificio, cogió un trozo de yeso y señaló la puerta con una cruz, para reconocerla después. El perro volvió a salir con la Princesa y, al ver la cruz blanca en la puerta del soldado, cogió otro pedazo de yeso y señaló con una cruz todas las puertas de las casas de la ciudad. Demostró con esto su gran sagacidad, porque así la dama ya no le sería posible indicar la verdadera puerta, entre tantas cruces.

A la mañana siguiente, el Rey, la Reina y la dama, con todos los oficiales de la Corte fueron a ver dónde había estado la Princesa.

-Es aquí-dijo el Rey, parándose ante la primera puerta en que vio una cruz.
-No es aquí ni ahí, sino allá-dijeron los demás. Y como en cada puerta veían una cruz, pronto se convencieron de que sería inútil su búsqueda.

Pero la Reina era una señora de mucho ingenio y sabía hacer algo más que ir en coche. Cogió sus tijeras de oro, cortó un trozo de seda en pedazos e hizo un bonito saco que llenó de granos de trigo. Luego lo ató a la cintura de su hija y, con las tijeras hizo un agujerito, de manera que los granos fueran cayendo en el camino.

Aquella noche el perro volvió a llevar a la Princesa al soldado, que se había enamorado locamente y sólo deseaba ser príncipe para casarse con ella. El animal no advirtió que el trigo iba indicando el camino desde el castillo hasta la ventana del soldado, por donde saltaba con la Princesa. Al día siguiente, el Rey y la Reina encontraron fácilmente la casa donde había estado su hija y mandaron prender y encarcelar al soldado.

-¡Que negro y triste era el calabozo! Y aún fue más desagradable oír la sentencia: “Mañana te ahorcarán”. Y lo peor de todo era que se había dejado la caja de yesca en el hotel.

Por la mañana pudo oír, a través de la ventana rejona, a la gente que corría fuera de la ciudad para verlo cuando lo ahorcaban. Sonó el redoble de los tambores y vio pasar a los soldados. Todo el mundo iba al lugar de la ejecución y, entre la multitud, un aprendiz de zapatero corría tanto, que se le cayó una zapatilla y ésta fue a parar a la pared, junto a los barrotes por donde miraba el condenado.

-¡Eh, tú, zapatero remendón! ¡No corras tanto! –gritó el soldado-.Tendrán que aguardar hasta que yo llegue. Si quieres ir a mi casa y traerme una caja de yesca que allí encontrarás ¡te daré veinte duros!. ¡Pero has de ir y volver como un rayo!.
El muchacho muy contento de poder ganar algún dinero, fue a buscar la caja, se la dio al soldado y...veremos lo que pasó.

En las afueras de la ciudad se había levantado un cadalso con una horca muy alta, en torno a la cual se agrupaba una enorme muchedumbre que apenas podían tener a raya los soldados. Los Reyes ocupaban un estrado con trono frente a los magistrados consejeros.

El soldado había subido al patíbulo y estaban a punto de colocarle el nudo corredizo, cuando dijo saber que era costumbre conceder una gracia al criminal antes de matarlo y que a él le gustaría mucho fumar una pipa: la última que podría fumar en este mundo.




No quiso el rey negarle esta gracia y el soldado sacó la caja de yesca y golpeó el pedernal: “Uno, dos, tres.” Inmediatamente aparecieron los perros: el primero con ojos como tazas de café; el segundo, con ojos como ruedas de molino, y el tercero, con ojos como las torres de la catedral.

-No dejéis que me cuelguen. ¡Ayudadme!.
Se arrojaron los perros sobre los jueces y consejeros, los cogieron el uno por los pies y el otro por la nariz y los lanzaron a tantos metros de altura, que al llegar a tierra quedaron destrozados.

-¡Permitidme...!-gritó el Rey. Pero el perro más grande los cogió a los dos, Rey y Reina, y los lanzó al aire para que compartiesen la suerte de los otros.

Pero entonces los soldados se asustaron y la muchedumbre gritó:
-¡Soldadito, tú serás nuestro Rey y te casarás con la bella Princesa!.
Le hicieron ocupar la carroza real y los tres perros iban delante bailando y gritando: “¡Viva!”. Los muchachos se colocaban la mano en la boca imitando trompetas, y los soldados presentaban armas. La Princesa salió del castillo de bronce y fue proclamada reina, lo cual le gustó mucho.

Ocho días duraron los festejos de la boda, y los tres perros se sentaron a la mesa del convite y miraban con sus terribles ojos.

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